jueves, 30 de mayo de 2013

CLOE. LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 2


En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al
verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir
entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie
saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras
miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y
también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que
representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios
trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana;
dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas
como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos,
hasta que todas las combinaciones en un instante se agotan, y otros personajes entran
en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de
plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por
casualidad se juntan para guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo
del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman
encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse
con un dedo, casi sin alzar los ojos. Una vibración lujuriosa mueve continuamente a
Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus
efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar
una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de
opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.

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