jueves, 30 de mayo de 2013

CLOE. LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 2


En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al
verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir
entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie
saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras
miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y
también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que
representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios
trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana;
dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas
como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos,
hasta que todas las combinaciones en un instante se agotan, y otros personajes entran
en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de
plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por
casualidad se juntan para guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo
del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman
encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse
con un dedo, casi sin alzar los ojos. Una vibración lujuriosa mueve continuamente a
Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus
efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar
una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de
opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.

martes, 28 de mayo de 2013

IRENE. LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 5


Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la hora en que las luces
se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo la rosa del poblado: donde es
más densa de ventanas, donde ralea en senderos apenas iluminados, donde
amontona sombras de jardines, y levanta torres con luces de señales; y si la noche es
brumosa, un esfumado claror se hincha como una esponja lechosa al pie de las
caletas.
Los viajeros del altiplano, los pastores con los rebaños trashumantes, los
pajareros que vigilan sus redes, los ermitaños que recogen raíces, todos miran hacia
abajo y hablan de Irene. El viento trae a veces una música de bombos y trompetas, el
chisporroteo de los disparos en las luces de una fiesta; a veces el desgranar de la
metralla, la explosión de un polvorín en el cielo amarillo de los fuegos encendidos
por la guerra civil. Los que miran desde arriba hacen conjeturas acerca de lo que está
sucediendo en la ciudad, se preguntan si estaría bien o mal encontrarse en Irene esa
noche. No es que tengan intención de ir —y de todos modos los caminos que bajan al
valle son malos— pero Irene imanta miradas y pensamientos del que esta allá en lo
alto.
Llegado a este punto Kublai Kan espera que Marco hable de una Irene como
se ve desde adentro. Y Marco no puede hacerlo: qué es la ciudad que los del altiplano
llaman Irene, no ha conseguido saberlo; por lo demás poco importa: si se la viera
estando en medio sería otra ciudad; Irene es un nombre de ciudad de lejos, y si uno
se acerca, cambia.
La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para el que está preso de
ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez, otra la que se deja
para no volver; cada una merece un nombre diferente; quizá de Irene he hablado ya
bajo otros nombres; quizá no he hablado sino de Irene.

SMERALDINA. LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 5


En Smeraldina, ciudad acuática, una retícula de canales y una retícula de calles
se superponen y se entrecruzan. Para ir de un lugar a otro siempre puedes elegir
entre el recorrido terrestre y el recorrido en barca, y como la línea más breve entre
dos puntos en Smeraldina no es una recta sino un zigzag que se ramifica en tortuosas
variantes, las calles que se abren a cada transeúnte no son solo dos sino muchas, y
aumentan aún más para quien alterna trayectos en barca y transbordos a tierra firme.
Así el tedio de recorrer cada día las mismas calles es ahorrado a los habitantes de
Smeraldina. Y eso no es todo: la red de pasajes no se dispone en un solo estrato, sino
que sigue un subibaja de escalerillas, galerías, puentes convexos, calles suspendidas.
Combinando sectores de los diversos trayectos sobreelevados o de superficie, cada
habitante se permite cada día la distracción de un nuevo itinerario para ir a los
mismos lugares. Las vidas mas rutinarias y tranquilas en Smeraldina transcurren sin
repetirse.
A mayores constricciones están expuestas, aquí como en otras partes, las vidas
secretas y venturosas. Los gatos de Smeraldina, los ladrones, los amantes
clandestinos se desplazan por calles más altas y discontinuas, saltando de un techo a
otro, dejándose caer de una azotea a un balcón, contorneando canaletas de tejado con
paso de funámbulos. Más abajo, los ratones corren en la oscuridad de las cloacas uno
detrás de la cola del otro, junto a los conspiradores y a los contrabandistas; atisban
desde alcantarillas y sumideros, se escabullen por intersticios y callejas, arrastran de
un escondrijo a otro cortezas de queso, mercancías prohibidas, barriles de pólvora,
atraviesan la compacidad de la ciudad perforada por la irradiación de las galerías
subterráneas.
Un mapa de Smeraldina debería comprender, señalados en tintas de diversos
colores, todos estos trazados, sólidos y líquidos, evidentes y ocultos. Mas difícil es
fijar en el papel los caminos de las golondrinas, que cortan el aire sobre los techos,
caen a lo largo de parábolas invisibles con las alas quietas, se desvían para tragar un
mosquito, vuelven a subir en espiral rozando un pináculo, dominan desde cada
punto de sus senderos de aire todos los puntos de la ciudad.

ISADORA. LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 2


Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo
de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras
de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del
arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres
encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas
sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una
ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad
soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la
pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en
fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos.

ZOBEIDA. LAS CIUDADES Y EL DESEO. 5


Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida,
ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un
ovillo.
Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un
sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la
vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A
fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no
la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el
sueño. En la disposición de las calles cada uno rehizo el recorrido de su persecución;
en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra
manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera
escapársele más.
Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una
noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio
nunca mis a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo
todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás
estaba olvidada hacia tiempo.
Nuevos hombres llegaron de otros piases, que habían tenido un sueño como el
de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y
cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la
mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara
modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían que era lo que atraía a esa gente
a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.

DIOMIRA. LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 1


Partiendo de allá y caminando tres jornadas hacia levante, el hombre se
encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de
todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro,
que canta todas las mañanas sobre una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las
conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que
quien llega una noche de septiembre, cuando Los días se acortan y las lámparas
multicolores se encienden todas juntas sobre las puertas de las freiduras, y desde una
terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber
vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.

EUDOSSIA. LAS CIUDADES Y EL CIELO. 1


En Eudossia, que se extiende hacia arriba y hacia abajo, con callejas tortuosas,
escaleras, callejones sin salida, tugurios, se conserva una alfombra en la que puedes
contemplar la verdadera forma de la ciudad. A primera vista nada parece semejar
menos a Eudossia que el dibujo de la alfombra, ordenado en figuras simétricas que
repiten sus motivos a lo largo de líneas rectas y circulares, entretejida de hebras de
colores esplendorosos, la alternancia de cuyas tramas puedes seguir a lo largo de
toda la urdimbre. Pero si te detienes a observarla con atención, te convences de que a
cada lugar de la alfombra corresponde un lugar de la ciudad y que todas las cosas
contenidas en la ciudad están comprendidas en el dibujo, dispuestas según sus
verdaderas relaciones que escapan a tu ojo distraído por el ir y venir, el hormigueo,
el gentío. Toda la confusión de Eudossia, los rebuznos de los mulos, las manchas del
negro de humo, el olor del pescado, es lo que aparece en la perspectiva parcial que tu
percibes; pero la alfombra prueba que hay un punto desde el cual la ciudad muestra
sus verdaderas proporciones, el esquema geométrico implícito en cada uno de sus
mínimos detalles.
Perderse en Eudossia es fácil: pero cuando te concentras en mirar la alfombra
reconoces la calle que buscabas en un hilo carmesí o índigo o amaranto que a través
de una larga vuelta te hace entrar en un recinto de color púrpura que es tu verdadero
punto de llegada. Cada habitante de Eudossia confronta con el orden inmóvil de la
alfombra una imagen suya de la ciudad, una angustia suya, y cada uno puede
encontrar escondida entre los arabescos una respuesta, el relato de su vida, las
vueltas del destino.
Sobre la relación misteriosa de dos objetos tan diversos como la alfombra y la
ciudad se interrogó a un oráculo. Uno de los dos objetos —fue la respuesta— tiene la
forma que los dioses dieron al cielo estrellado y a las órbitas en que giran los
mundos; el otro no es más que su reflejo aproximativo, como toda obra humana.
Los augures estaban seguros desde hacía ya tiempo de que el armónico diseño
de la alfombra era de factura divina; en este sentido se interpreto el oráculo, sin
suscitar controversias. Pero del mismo modo tú puedes extraer la conclusión
opuesta: que el verdadero mapa del universo es la ciudad de Eudossia tal como es,
una mancha que se extiende sin forma, con calles todas en zigzag, casas que se
derrumban una sobre otra en la polvareda, incendios, gritos en la oscuridad.

VALDRADA. LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 1


Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con casas todas de
galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los parapetos de balaustres.
Así el viajero ve al llegar dos ciudades. una directa sobre el lago y una de reflejo
invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita,
porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara
en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y
relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las
habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus
corredores, los espejos de sus armarios.
Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez ese acto y
su imagen especular que posee la especial dignidad de las imágenes, y esta
conciencia les veda abandonarse por un solo instante al azar y al olvido. Cuando los
amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando como
ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando los asesinos empujan el
cuchillo en las venas negras del cuello y cuanta más sangre coagulada sale a
borbotones más hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es
tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las
imágenes límpidas y frías en el espejo.
El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega No todo lo que parece
valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos ciudades gemelas no son
iguales, porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico: a cada rostro
y gesto responden desde el espejo un rostro o gesto invertidos punto por punto. Las
dos Valdradas viven una para la otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se
aman.

ZAIRA. LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 3


Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la Ciudad de Zaira de
los altos bastiones. Podría decirte de cuantos peldaños son sus calles en escalera, de
qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de Zinc cubren los techos; pero sé ya
que sería como no decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones
entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia al
suelo de un farol y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido
desde el farol hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan el
recorrido del cortejo nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y el salto del
adúltero que se descuelga de ella al alba; la inclinación de una canaleta y el gato que
la recorre majestuosamente para colarse por la misma ventana; la línea de tiro de la
cañonera que aparece de improviso desde detrás del cabo y la bomba que destruye la
canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres viejos que sentados en el
muelle para remendar las redes se cuentan por centésima vez la historia de la
cañonera del usurpador, de quien se dice que era un hijo adulterino de la reina,
abandonado en pañales allí en el muelle.
En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como una esponja y
se dilata. Una descripción de Zaira como es hoy debería contener todo el pasado de
Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano,
escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de
las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a
su vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos.

FILIDES. LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 4


Al llegar a Fílides, te complaces en observar cuantos puentes distintos uno del
otro atraviesan los canales: convexos, cubiertos, sobre pilastras, sobre barcas,
colgantes, con parapetos calados; cuantas variedades de ventanas se asoman a las
calles: en ajimez, moriscas, lanceoladas, ojivales, coronadas por lunetas o por
rosetones; cuántas especies de pavimentos cubren el suelo: cantos rodados, lastrones,
grava, baldosas blancas y azules. En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece
sorpresas a la vista: una mata de alcaparras que asoma por los muros de la fortaleza,
las estatuas de tres reinas sobre una ménsula, una cúpula en forma de cebolla con
tres cebollitas enhebradas en la aguja. “Feliz el que tiene todos los días a Fillide
delante de los ojos y no termina nunca de ver las cosas que contiene”, exclamas, con
la pesadumbre de tener que dejar la ciudad después de haberla sólo rozado con la
mirada.
Te ocurre a veces que te detienes en Fílides y pasas allí el resto de tus días.
Pronto la ciudad se decolora ante tus ojos, se borran los rosetones, las estatuas sobre
las ménsulas, las cúpulas. Como todos los habitantes de Fílides, sigues líneas en
zigzag de una calle a la otra, distingues zonas de sol y zonas de sombra, aquí una
puerta, allá una escalera, un banco donde puedes apoyar el cesto, una cuneta donde
el pie tropieza si no te fijas. Todo el resto de la ciudad es invisible. Fílides es un
espacio donde se trazan recorridos entre puntos suspendidos en el vacío, el camino
más corto para llegar a la tienda de aquel comerciante evitando la ventanilla de aquel
acreedor. Tus pasos persiguen no lo que se encuentra fuera de los ojos sino adentro,
sepulto y borrado: si entre dos soportales uno sigue pareciéndote más alegre es
porque por el pasaba hace treinta años una muchacha de anchas mangas bordadas, o
bien sólo porque recibe la luz a cierta hora, como aquel soportal que ya no recuerdas
dónde estaba.
Millones de ojos se alzan hasta ventanas puentes alcaparras y es como si
recorrieran una página en blanco. Muchas son las ciudades como Fílides que se
sustraen a las miradas, salvo si las atrapas por sorpresa.

PERINZIA. LAS CIUDADES Y EL CIELO. 4


Llamados a dictar las normas para la fundación de Perinzia, los astrónomos
establecieron el lugar y el día según la posición de las estrellas, trazaron las líneas
cruzadas de las calles principales orientadas una como el curso del sol y la otra como
el eje en torno al cual giran los cielos, dividieron el mapa según las doce casas del
zodíaco de manera que cada templo y cada barrio recibiese el justo influjo de las
constelaciones oportunas, fijaron el punto de los muros donde se abrirían las puertas
previendo que cada una encuadrase un eclipse de luna en los próximos mil años.
Perinzia —aseguraron— reflejaría la armonía del firmamento; la razón de la
naturaleza y la gracia de los dioses daría forma a los destinos de los habitantes.
Siguiendo con exactitud los cálculos de los astrónomos, fue edificada Perinzia;
gentes diversas vinieron a poblarla; la primera generación de los nacidos en Perinzia
empezó a crecer entre sus muros, y aquellos a su vez llegaron a la edad de casarse y
tener hijos.
En las calles y plazas de Perinzia hoy encuentras lisiados, enanos, jorobados,
obesos, mujeres barbudas. Pero lo peor no se ve; gritos guturales suben desde los
s6tanos y los graneros, donde las familias esconden a los hijos de tres cabezas o seis
piernas.
Los astrónomos de Perinzia se encuentran frente a una difícil opción: o admitir
que todos sus cálculos están equivocados y sus cifras no consiguen describir el cielo,
o revelar que el orden de los dioses es exactamente el que se refleja en la ciudad de
los monstruos.

DOROTEA. LAS CIUDADES Y EL DESEO. 1


De la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir que cuatro
torres de aluminio se elevan desde sus murallas flanqueando siete puertas del puente
levadizo de resorte que franquea el foso cuya agua alimenta cuatro verdes canales
que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno de trescientas casas
y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas casaderas de cada
barrio se enmaridan con jóvenes de otros barrios y sus familias se intercambian las
mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de
esturión, astrolabios, amatistas, hacer círculos a base de estos datos hasta saber todo
lo que se quiera de la ciudad en el pasado el presente el futuro; o bien decir como el
camellero que me condujo allí: “Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha
gente caminaba rápida por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían hermosos
dientes y miraban derecho a los ojos, tres soldados sobre una tarima tocaban el clarín,
todo alrededor giraban ruedas y ondulaban papeles coloreados. Hasta entonces yo
sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en
Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En los años
siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de
las caravanas, pero ahora sé que este es solo uno de los tantos caminos que se me
abrían aquella mañana en Dorotea”.

ARGIA. LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 4


Lo que hace a Argia diferente de las otras ciudades es que en vez de aire tiene
tierra. La tierra cubre completamente las calles, las habitaciones están llenas de arcilla
hasta el cielo raso, sobre las escaleras se apoya otra escalera en negativo, encima de
los techos de las casas pesan estratos de terreno rocoso como cielos con nubes. Si los
habitantes pueden dar vueltas por la ciudad ensanchando las galerías de los gusanos
y las fisuras por las que se insinúan las raíces, no lo sabemos: la humedad demuele
los cuerpos y les deja pocas fuerzas; conviene que se queden quietos y tendidos, tan
oscuro está.
De Argia, desde aquí arriba, no se ve nada; hay quien dice: —Está allá abajo—
y no queda sino creerlo; los lugares están desiertos. De noche, apoyando la oreja en el
suelo, a veces se oye una puerta que golpea.

LALAGE


Desde la alta balaustrada del palacio el Gran Kan mira crecer el imperio. La primera
en dilatarse había sido la línea de los confines englobando los territorios conquistados, pero la
avanzada de los regimientos encontraba comarcas semidesiertas, míseras aldeas de cabañas,
aguazales donde se daba mal el arroz, poblaciones magras, ríos secos, cañas. “Es hora de que
mi imperio, ya demasiado crecido hacia afuera — pensaba el Kan—, empiece a crecer hacia
adentro, y soñaba bosques de granadas maduras cuya corteza se raja, cebúes asándose y
rezumantes de grasa, vetas metalíferas que manan en desmoronamientos de pepitas brillantes.
.
Ahora muchas estaciones de abundancia han colmado los graneros. Los ríos en crecida
han arrastrado bosques de vigas destinadas a sostener los techos de bronce de los templos y
palacios. Caravanas de esclavos han desplazado montañas de mármol serpentino a través del
continente. El Gran Kan contempla un imperio recubierto de ciudades que pesan sobre la
tierra y sobre los hombres, abarrotado de riquezas y pletórico, sobrecargado de ornamentos y
de obligaciones, complicado de mecanismos y de jerarquías, hinchado, tenso, turbio.
“Su propio peso es el que está aplastando al imperio, piensa Kublai, y en sus sueños
aparecen ciudades ligeras como cometas, ciudades caladas como encajes, ciudades
transparentes como mosquiteros, ciudades nervadura de hoja, ciudades línea de la mano,
ciudades filigrana para verlas a través de su opaco y ficticio espesor.
—Te contaré lo que soñé anoche —dice a Marco —. En medio de una tierra chata y
amarilla sembrada de meteoritos y de rocas erráticas, veía elevarse a lo lejos las agujas de una
ciudad de pináculos afinados, hechos de modo que la luna en su viaje pueda posarse ya sobre
uno ya sobre otro, o mecerse colgada de los cables de las grúas.
Y Polo:
—La ciudad que has soñado es Lalage. Esas invitaciones a hacer alto en el cielo
nocturno las dispusieron sus habitantes para que la luna conceda a todas las cosas de la
ciudad el don de crecer y volver a crecer sin fin.
—Hay algo que no sabes— añadió el Kan—. Agradecida, la luna ha otorgado a la
ciudad de Lalage un privilegio más raro: crecer en ligereza.

ANASTASIA. LAS CIUDADES Y EL DESEO. 2


Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra
en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas.
Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix
crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se
cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho
orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que
a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el
agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque
mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno,
para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia
los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como
un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza
de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal
poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad
engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices
crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas
por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.

DESPINA. LAS CIUDADES Y EL DESEO. 3


De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad se
presenta diferente al que viene de tierra y al que viene del mar.
El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de
los rascacielos, las antenas radar, agitarse las mangas de ventilación blancas y rojas,
echar humo las chimeneas, piensa en un barco, sabe que es una ciudad pero la piensa
como una nave que lo sacará del desierto, un velero a punto de partir, con el viento
que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando en la
carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de ultramar que las
grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulaciones de distinta
bandera se rompen la cabeza a botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta
baja, cada una con una mujer que se peina.
En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de una giba de
camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas
manchadas que avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad pero la piensa como
un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de
dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana que lo lleva del
desierto del mar hacia el oasis de agua dulce a la sombra dentada de las palmeras,
hacia palacios de espesos muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales
bailan descalzas las danzarinas, y mueven los brazos un poco dentro del velo, un
poco fuera.
Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el
camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín entre dos desiertos.

domingo, 26 de mayo de 2013

ZIRMA. LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 2


De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos bien claros: un
negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma por la cornisa de un
rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto con una traílla. En realidad
muchos de los ciegos que golpean con el bastón el empedrado de Zirma son negros,
en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos se pasan horas
en las cornisas, no hay puma que no sea criado por un capricho de muchacha. La
ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente.
Vuelvo también yo de Zirma: mi recuerdo comprende dirigibles que vuelan en
todos los sentidos a la altura de las ventanas, calles de tiendas donde se dibujan
tatuajes en la piel de los marineros, trenes subterráneos atestados de mujeres obesas
que se sofocan. Los compañeros que estaban conmigo en el viaje, en cambio, juran
que vieron un solo dirigible suspendido entre las agujas de la ciudad, un solo
tatuador que disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos perforados, una sola
mujer gorda apantallándose en la plataforma de un vagón. La memoria es
redundante: repite los signos para que la ciudad empiece a existir.

IPAZIA. LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 4


De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas,
ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia, porque no se refiere a las
palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se
espejeaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir bellas y
jóvenes damas bañándose: pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos
de los suicidas con la piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de
pórfido del palacio de las cúpulas mas altas, atravesé seis patios de mayólica con
surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados con negras
cadenas al pie izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.
No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entre en la gran biblioteca, me
perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino,
seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores,
escalerillas y puentes. En el mas remoto gabinete de los papiros, en una nube de
humo, se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera,
que no quitaba los labios de una pipa de opio.
—¿Donde esta el sabio? —El fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín
con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en
la hierba. Dijo:
—Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer.
Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me
habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje
de Ipazia.
Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas para que me
asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las caballerizas y en los
picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos
desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven
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extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de aserrín y lo aprietan con duros
pezones.
Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la música, sé que
hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden en las tumbas; de
una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.
Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo será partir.
Se que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo mas alto de la fortaleza y
esperar que una nave pase por allá arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje
sin engaño.

OTTAVIA. LAS CIUDADES SUTILES. 5


Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Ottavia, ciudad-telaraña. Hay un
precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos
crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se camina sobre tos travesaños de madera,
cuidando de no poner el pie en los intersticios, o uno se aferra a las mallas de
cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se
entrevé mas abajo el fondo del despeñadero.
Esta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de sostén. Todo lo
demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo; escalas de cuerda, hamacas,
casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua,
picos de gas, asadores, cestos suspendidos de cordeles, montacargas, duchas,
trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje
colgante. Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos
incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.

ARMILLA. LAS CIUDADES SUTILES. 3


Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un
hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni
pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del
agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde
deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones,
rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como
frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros
han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que
sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión
de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que
Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro
entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que
retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen
abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del
espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las
duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las
esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en
las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a
remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático,
manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos
modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o
puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente
votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En
todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.

TECLA. LAS CIUDADES Y EL CIELO. 3


El que llega a Tecla poco ve de la ciudad, detrás de las cercas de tablas, los
abrigos de arpillera, los andamios, las armazones metálicas, los puentes de madera
colgados de cables o sostenidos por caballetes, las escalas de cuerda, los esqueletos
de alambre. A la pregunta: —¿por qué la construcción de Tecla se hace tan larga?—
los habitantes, sin dejar de levantar cubos, de bajar plomadas, de mover de arriba
abajo largos pinceles: —Para que no empiece la destrucción —responden. E
interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a
resquebrajarse y hacerse pedazos, añaden con prisa, en voz baja: —No sólo la ciudad.
Si, insatisfecho con la respuesta, alguno apoya el ojo en la rendija de una
empalizada, ve grúas que suben otras grúas, armazones que cubren otras armazones,
vigas que apuntalan otras vigas.
—¿Que sentido tiene este construir?—pregunta—. ¿Cuál es el fin de una
ciudad en construcción sino una ciudad? ¿Dónde está el plano que siguen, el
proyecto?
—Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no podemos
interrumpir —responden.
El trabajo cesa al atardecer. Cae la noche sobre la obra en construcción. Es una
noche estrellada.
—Éste es el proyecto— dicen.

BAUCIS. LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 3


Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no
consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia
uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas.
Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y
prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco
en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se
dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que
la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos,
y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista,
hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su
propia ausencia.

TAMARA. LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 1


El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo
se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una
huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la
flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y
piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por
calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras
de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro
la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y
escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe
qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre
aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar
detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a
las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta
de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus
atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede
reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o
figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para
indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica,
el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores
valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la
frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes
sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como
páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso,
y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los
cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos,
qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se
extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En
la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a
reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...

LEONIA. LAS CIUDADES CONTINUAS. 1


La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana la
población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su
envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas
aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia
de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados,
bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también
calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que
cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas
que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la
verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y
diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente
impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de
remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un
rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie
quiere tener que pensar mas en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros
nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se
expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los
desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un
perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la
fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más
resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza
de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados
como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las
escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose
cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los
desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos
sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado
basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras
ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo
entero, traspasados los con fines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada
uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre
las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una
y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta
que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado
de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores
secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar,
mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo
nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre
vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos
compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse,
alejar los nuevos basurales

SOFRONIA. LAS CIUDADES SUTILES. 4


La ciudad de Sofronia se compone de dos medias ciudades. En una está la
gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el estrellón de cadenas, la rueda
de las jaulas giratorias, el pozo de la muerte con los motociclistas cabeza abajo, la
cúpula del circo con el racimo de trapecios colgando en el centro. La otra media
ciudad es de piedra y mármol y cemento, con el banco, las fábricas, los palacios, el
matadero, la escuela y todo lo demás. Una de las medias ciudades está fija, la otra es
provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado, la desclavan, la desmontan
y se la llevan para trasplantarla en los terrenos baldíos de otra media ciudad.
Así todos los años llega el día en que los peones desprenden los frontones de
mármol, desarman los muros de piedra, los pilones de cemento, desmontan el
ministerio, el monumento, los muelles, la refinería de petróleo, el hospital, los cargan
en remolques para seguir de plaza en plaza el itinerario de cada año. Ahí se queda la
media Sofronia de los tiros al blanco y de los carruseles, con el grito suspendido de la
navecilla de la montaña rusa invertida, y comienza a contar cuántos meses, cuántos
días tendrá que esperar antes de que vuelva la caravana y la vida entera recomience.

ZORA. LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 4


Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien
la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras
ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en los recuerdos. Zora tiene la
propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus
calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y de las ventanas en las
casas, aunque sin mostrar en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la
forma en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en una partitura
musical donde no se puede cambiar o desplazar ninguna nota. El hombre que sabe
de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir imagina que camina
por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas
del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el
puesto del vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto. Esta
ciudad que no se borra de la mente es como una armazón o una retícula en cuyas
casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones
ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas,
constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario
podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea
a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que
conocen Zora de memoria.
Pero inútilmente he partido de viaje para visitar la ciudad: obligada a
permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció,
se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado.

LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 5


—¿Te ha sucedido alguna vez ver una ciudad que se parezca a ésta? —preguntaba
Kublai a Marco Polo asomando la mano ensortijada fuera del baldaquino de seda del
bucentauro imperial, para señalar los puentes que se arquean sobre los canales, los palacios
principescos cuyos umbrales de mármol se sumergen en el agua, el ir venir de los botes
livianos que dan vueltas en zigzag impulsados por largos remos, las gabarras que descargan
cestas de hortalizas en las plazas de los mercados, los balcones, las azoteas, las cúpulas, los
campanarios, los jardines de las islas que verdean en el gris de la laguna.
El emperador, acompañando por su dignatario extranjero, visitaba Quinsai, antigua
capital de depuestas dinastías, última perla engastada en la corona del Gran Kan.
—No, sir —respondió Marco—, nunca hubiese imaginado que pudiera existir una
ciudad semejante ésta.
El emperador trato de escrutarlo en los ojos. El extranjero bajo la mirada. Kublai
permaneció silencioso todo el día.

Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo exponía al
soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan terminaba las noches
saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta que su primer bostezo daba al séquito
de pajes la señal de encender las antorchas para guiar al soberano hasta el Pabellón del
Augusto Sueño. Pero esta vez Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.
—Dime una ciudad más— insistía.
—...Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante...—
proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número
de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el
alba cuando dijo: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia— dijo el Kan.
Marco sonrío.
—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia
cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que
permanece implícita. Para mi es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo
Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los
Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo
Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás,
hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.

LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 1



El Gran Kan ha soñado una ciudad; la describe a Marco Polo:
—El puerto esta expuesto al septentrión, en la sombra. Los muelles son altos sobre el
agua negra que golpea contra los cimientos; escaleras de piedra bajan resbalosas de algas. Barcas embadurnadas de alquitrán esperan en el fondeadero a los viajeros que se demoran en el muelle diciendo adiós a las familias. Las despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas. Hace frío; todos llevan chales en la cabeza. Una llamada del barquero pone fin a la demora, el viajero se acurruca en la proa, se aleja mirando hacia el grupo de los que se quedan; desde la orilla ya no se distinguen los contornos; hay neblina; la barca aborda una nave anclada; por la escalerilla sube una figura empequeñecida, desaparece; se siente alzar la cadena oxidada que raspa contra el escobén. Los que se quedan se asoman a las escarpas del muelle para seguir con los ojos al barco hasta que dobla el cabo; agitan por última vez un trapo blanco.
— Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad — dice el Kan a Marco—.
Después vuelve a decirme si mi sueño responde a la verdad.
—Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré en aquel
muelle —dice Marco—, pero no volveré para contártelo. La ciudad existe y tiene un simple
secreto: conoce sólo partidas y no retornos.

ZENOBIA. LAS CIUDADES SUTILES. 2


Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de admirable: aunque
situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y
de zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a distinta altura, sobre zancos que
se superponen unos a otros, unidas por escalas de cuerda y veredas suspendidas, 
coronadas por miradores cubiertos de techos cónicos, cubas de depósitos de agua,
veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los fundadores de
Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron satisfechos
con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del
primero y por siempre indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si a quien vive en
Zenobia se le pide que describa como vería feliz la vida, es siempre una ciudad como
Zenobia la que imagina, con sus pilotes y sus escalas colgantes, una Zenobia quizá
totalmente distinta, flameante de estandartes y de cintas , pero obtenida siempre
combinando elementos de aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades
felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos
especies, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen
dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos o bien logran borrar la
ciudad o son borrados por ella.

LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 1


—De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades —había dicho el Kan—.
Tú en tus viajes verificarás si existen.
Pero las ciudades visitadas por Marco Polo eran siempre distintas de las pensadas por
el emperador.
—Y sin embargo, he construido en mi mente un modelo de ciudad, de la cual se
pueden deducir todas las ciudades posibles —dijo Kublai—. Aquel encierra todo lo que
responde a la norma. Como las ciudades que existen se alejan en diverso grado de la norma, me basta prever las excepciones a la norma y calcular sus combinaciones más probables.
—También yo he pensado en un modelo de ciudad de la cual deduzco todas las otras—
respondió Marco—. Es una ciudad hecha sólo de excepciones, impedimentos, contradicciones, incongruencias, contrasentidos. Si una ciudad así es cuanto hay de más improbable, disminuyendo el numero de los elementos fuera de la norma aumentan las posibilidades de que la ciudad verdaderamente sea.
Por lo tanto basta que yo sustraiga excepciones a mi modelo, y en cualquier orden que
proceda llegare a encontrarme delante de una de las ciudades que, si bien siempre a modo de excepción, existen. Pero no puedo llevar mi operación más allá de cierto límite: obtendría ciudades demasiado verosímiles para ser verdaderas.