martes, 28 de mayo de 2013

ANASTASIA. LAS CIUDADES Y EL DESEO. 2


Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra
en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas.
Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix
crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se
cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho
orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que
a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el
agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque
mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno,
para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia
los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como
un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza
de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal
poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad
engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices
crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas
por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.

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