domingo, 26 de mayo de 2013

IPAZIA. LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 4


De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas,
ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia, porque no se refiere a las
palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se
espejeaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir bellas y
jóvenes damas bañándose: pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos
de los suicidas con la piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de
pórfido del palacio de las cúpulas mas altas, atravesé seis patios de mayólica con
surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados con negras
cadenas al pie izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.
No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entre en la gran biblioteca, me
perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino,
seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores,
escalerillas y puentes. En el mas remoto gabinete de los papiros, en una nube de
humo, se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera,
que no quitaba los labios de una pipa de opio.
—¿Donde esta el sabio? —El fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín
con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en
la hierba. Dijo:
—Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer.
Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me
habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje
de Ipazia.
Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas para que me
asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las caballerizas y en los
picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos
desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven
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extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de aserrín y lo aprietan con duros
pezones.
Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la música, sé que
hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden en las tumbas; de
una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.
Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo será partir.
Se que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo mas alto de la fortaleza y
esperar que una nave pase por allá arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje
sin engaño.

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