domingo, 26 de mayo de 2013

LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 5


—¿Te ha sucedido alguna vez ver una ciudad que se parezca a ésta? —preguntaba
Kublai a Marco Polo asomando la mano ensortijada fuera del baldaquino de seda del
bucentauro imperial, para señalar los puentes que se arquean sobre los canales, los palacios
principescos cuyos umbrales de mármol se sumergen en el agua, el ir venir de los botes
livianos que dan vueltas en zigzag impulsados por largos remos, las gabarras que descargan
cestas de hortalizas en las plazas de los mercados, los balcones, las azoteas, las cúpulas, los
campanarios, los jardines de las islas que verdean en el gris de la laguna.
El emperador, acompañando por su dignatario extranjero, visitaba Quinsai, antigua
capital de depuestas dinastías, última perla engastada en la corona del Gran Kan.
—No, sir —respondió Marco—, nunca hubiese imaginado que pudiera existir una
ciudad semejante ésta.
El emperador trato de escrutarlo en los ojos. El extranjero bajo la mirada. Kublai
permaneció silencioso todo el día.

Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo exponía al
soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan terminaba las noches
saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta que su primer bostezo daba al séquito
de pajes la señal de encender las antorchas para guiar al soberano hasta el Pabellón del
Augusto Sueño. Pero esta vez Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.
—Dime una ciudad más— insistía.
—...Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante...—
proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número
de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el
alba cuando dijo: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia— dijo el Kan.
Marco sonrío.
—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia
cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que
permanece implícita. Para mi es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo
Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los
Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo
Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás,
hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.

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